Médicos y medicinas en los clásicos infantiles

Dra. Marisa Vannini de Gerulewicz

Doctora en Letras y en Filología Moderna. Profesora Titular UCV. Individuo de Número de la SVHM.

Recibido el 22 de enero de 2009.

RESUMEN

Los médicos saben ver a los niños, ¿pero saben también cómo estos los ven a ellos? Quizás los cuentos tradicionales y los clásicos de la literatura infantil puedan aportar confiables y distintas imágenes y proyecciones, en varias épocas, de la figura del profesional de la medicina, presente a lo largo de ella como médico, aprendiz, curandero, mago o brujo y de los medios de curación temidos o aceptados por los niños.

Palabras clave: Médicos. Medicinas. Literatura infantil.

ABSTRACT

The doctors know to see the children, but also know how see these them them? Perhaps the traditional stories and the classic ones of infantile Literature can contribute to reliable and different images and projections, at several times, of the figure of the professional of the medicine, present throughout her like doctor, apprentice, healer, magician or wizard and of means of treatment feared or accepted by the children.

Key words: Physicians. Medicines. Infantile literature.


MOTIVACIÓN

Se había enfermado nuestro loro, vivaracho, parlanchín, sumiéndonos a todos en una tristeza grande. Nos hacían falta sus alegres “Por favor”, “A comer”, “Buenas tardes”, “¿Dónde estás?”, “Ciao”, sus repetidas llamadas a cada uno de nosotros por su propio nombre, y sobre todo su suave invitación “a dormir, a dormir”, cuando lo abrigábamos al caer de la noche. Llegó el veterinario al que habíamos llamado de urgencia, dirigiéndose hacia él a paso acelerado. Pero he aquí que le corta el paso, alejándolo con los bracitos tendidos y tratando de arrebatarle el maletín, nuestra nieta, de casi tres años, a la vez que nos explica llorando su amarga decepción:

−¡Es que yo creía que el médico de mi lorito era un loro!

No estaba ella lejos, en realidad, de una interpretación espontánea de lo imaginario infantil, y así lo comprendieron y asumieron los escritores de los cuentos clásicos* más queridos por los niños, al introducir en ellos la figura del profesional de la medicina. A algunos de ellos vamos a referirnos, por supuesto no en forma exhaustiva y sin intención alguna de agotar el tema.

* Entendemos por clásicos los fundadores de una especie de literatura con valores permanentes que permanecen vivos a través de los tiempos. En este caso nos referimos a la literatura infantil-juvenil y a sus clásicos hasta mediados del siglo XX. Véase el Prólogo de Velia Bosch a la obra Clásicos de la literatura infantil-juvenil de América Latina. Caracas: Editorial Fundación Biblioteca Ayacucho, 2000.

Pinocho de Carlos Collodi (1826−1890), es uno de los más populares personajes de la literatura infantil-juvenil. Después de una arriesgada aventura de la cual sale maltrecho y casi ahorcado, lo atienden tres médicos llamados por el Hada de los cabellos turquinos, entre los más afamados de los contornos, para saber si estaba vivo o muerto. Los galenos, en realidad no muy competentes pero bien caracterizados en su semblanza de animales, un Cuervo, un Mochuelo y un Grillo parlante, lo examinan en una forma atractiva para los pequeños, mientras su confuso discurso sobre el alcance de la medicina corrobora, en las mentes infantiles, la simpatía y aceptación que sugieren su aspecto:

−Querría saber de sus señorías− dijo el Hada dirigiéndose a los tres médicos reunidos entorno del lecho de Pinocho− querría saber de sus señorías si este desgraciado muñeco está vivo o muerto.

Ante esta invitación, el Cuervo dio un paso adelante y tomó el pulso a Pinocho. Después lo agarró de la nariz, del dedo pequeño del pié, y cuando lo hubo examinado a su gusto, pronunció solemnemente estas palabras:

−A mi juicio, el muñeco está bien muerto; mas si por fortuna no lo estuviera, entonces es señal segura que está bien vivo.

−Siento mucho− dijo el Mochuelo− tener que contradecir al Cuervo, mi ilustre amigo y compañero. A mi modo de ver el muñeco está vivo, de verdad. Ahora que si, por desgracia, no estuviera vivo, sería indicio segurísimo de que se habría muerto.

−Y usted, ¿no dice nada? – preguntó el Hada al Grillo parlante.

−Yo digo que un médico prudente, cuando no sabe lo que tiene entre manos, lo mejor que puede hacer es callarse.

…En este momento sintióse en la habitación un ruido entremezclado de llantos y sollozos. Quien lloraba y sollozaba era Pinocho.

−Cuando un muerto llora es señal de que está en vías de curación− pronunció el Cuervo.

−Me disgusta tener que contradecir a mi ilustre amigo y colega −repuso el Mochuelo−; mas, a mi ver, cuando un muerto llora es señal de que le desagrada morir.

Es preciso destacar el acercamiento jocoso del médico al paciente (le agarra la nariz, le pellizca el pie… es como para perderle el miedo al doctor…), y la naturalidad con la cual los galenos literarios hacen referencia a la muerte, no como algo espantoso, sino como una alternativa del ser viviente, lo cual constituye una lección, un aprendizaje positivo para los pequeños lectores.

A diferencia de los médicos de Pinocho, bastante enredados, se presentan eficientes, equipados, especializados y llenos de buena voluntad, los animalitos médicos venezolanos tripulantes del Puesto de Socorro rural al que llevan a toda prisa, en un coche manejado por el Morrocoy, al León del Tío Tigre y Tío Conejo en la versión de Antonio Arráiz (1903−1962). El pobre León se había clavado unas largas y agudas espinas de cardón en el codillo, durante una competencia de salto con el mismo Tío Tigre. Estaba como interno de guardia el bachiller Murciélago, coadyuvado por las enfermeras Garrapata, Sanguijuela, Comadreja, Mosca Brava y por los estudiantes Carrao y la Culebra Coralito, todos trajeados con largas batas blancas.

Al empezar a extraer con las pinzas las espinas al León que, ya vacunado en una nalga, tendido en la mesa lo aguantaba todo sin chistar, el Murciélago diagnostica con tono doctoral:

Se trata de un caso típico de endovasación anteroinferior del brazo, con traumatosis interna del cartílago y posible predisposición patógena del deltoides…

Poco después, se hace cargo del paciente el médico residente, Dr. Caribe, quien le imprime mayor movimiento y velocidad a la operación, con órdenes precisas:

−Un bisturí, enfermera Comadreja. Un flebótomo. Una sonda de cinco milímetros. Otra de siete. Las tijeras redondas. Unas pinzas articuladas. Los ganchos. Sostenga este pedazo de músculo. Usted por aquí Mosca Brava, levántame el cartílago. Un poco de algodón, Garrapata. Estanquen esa sangre que no me deja ver. ¡Más luz, más luz! Tampoco se puede ver con este pelo. El paciente tiene una excesiva capilaridad. A ver usted, señora Comadreja; practique una depilación en torno, las más ancha que pueda. Si hace un cortecito o dos sobre la piel no importa. Lo esencial es que no me molesten en mi trabajo. No se trata de una simple endovación, estamos en presencia de un caso grave de penetración intermuscular conjuntiva con síndrome conflictivo. ¡Al Hospital enseguida!

El portero y los camilleros, que también estaban presentes, se atrevieron a murmurar entre ellos:

-Dicen que las espinas de cardón, una vez introducidas en el cuerpo, continúan avanzando poco a poco, ocultas en la carne y sin que se las sientan, hasta llegar al corazón…

Asustado, el León trata de interrumpir y amenaza con retirarse, pero el Dr. Caribe está empeñado en agotar todos los recursos de la ciencia

-Llamen al Hospital, urgente, de parte del Doctor Profesor Caribe. Que me preparen la sala de Cirugía el Desguace. Que me tengan lista la sierra aguda, la sierra triangular, el escalpelo, el juego de bisturies, el juego de sondas, las pinzas, una ampolleta de aceite alcanforado, otras de suero vital, vacunas, antitetánica, un poco de éter o de cloroformo por si no basta la anestesia local, en fin todo lo indispensable. Ustedes, enfermeras Sanguijuela, Garrapata, rápido, ¡una camilla, la ambulancia! Este paciente no es para ser tratado en un Puesto de Socorro. ¡Vamos al Hospital!

En el Hospital, después de haber ejecutado treinta y cinco intervenciones quirúrgicas en su clínica particular, lo atenderá apresuradamente el Dr. Gavilucho, dispuesto a ejecutar otras treinta y cinco allí mismo. Si no llegaba a las setenta en el día, no comía con apetito por la noche.

−A cortar, a cortar, hay que cortar siempre – era el lema del Dr. Gavilucho− Cortar es la suprema misión de la ciencia.

La actitud, el comportamiento y la maestría de los animalitos doctores, la habilidad con la cual mencionan y manejan instrumentos propios de su profesión, son elementos positivos para el acercamiento de los pequeños lectores a la terminología y a los quehaceres médicos, pues les sugieren la aceptación de lugares y situaciones normalmente rechazadas por los niños, que ahora pueden incorporar a sus juegos como fuente de invención.

El juego del médico y el enfermo es uno de los preferidos por la niñez. El escritor y psicólogo italiano Gianni Rodari, en su obra Gramática de la fantasía califica el juego del médico como una operación creativa que tiene también un aspecto estético, y que establece una estrecha relación del niño con la creatividad y el arte. Esta diversión, dice, tiene un doble significado: psicológico, ya que sirve a desdramatizar, en clave cómica, la figura siempre algo temida del galeno, y competitivo, en cuanto los infantes rivalizan en encontrar las variaciones más sorprendentes, inesperadas y atractivas del juego. ¡Y en el divertido cuento del León hospitalizado, los niños tienen abundante material para documentarse e inspirarse! Un juego como éste es altamente formativo, concluye Rodari, es la unidad mínima de la dramatización.

Desde tiempos inmemoriales la figura del médico, ya sea como profesional, curandero, o personificado en animal, mago o brujo, está presente en la literatura universal, incluyendo aquella dirigida o destinada a los niños y por supuesto también aquella de origen folklórico, o denominada tradicional o popular, que sin haber sido escrita para pequeños lectores, termina perteneciendo al mundo infantil. Algunas veces aceptado, valorizado, admirado, frecuentemente satirizado, el médico pone con su presencia una nota jocosa en la trama o en los detalles de los clásicos.

Creaciones literarias tan antiguas como las Fábulas de Esopo, que datan de la Grecia clásica y no eran precisamente para niños, sino dirigidas a censurar las costumbres y personajes del mundo griego de la época, con el devenir del tiempo se convirtieron en clásicos infantiles por la brevedad de las anécdotas humorísticas, el contenido sencillo y ameno, la claridad y universalidad del mensaje, que antes era llamado moraleja. El género fabulesco con sus personajes, casi siempre animales, grandes favoritos de los niños del universo entero, fue retomado más tarde por prolíficos escritores de toda Europa: Fedro en la Roma latina, La Fontaine en la Francia del siglo XVII, los españoles Samaniego e Iriarte en los siglos XVIII y XIX. Si bien Esopo vivió en la época de oro de Grecia, cuando la medicina requería largos años de estudio y su aplicación era casi un sacerdocio, y dónde existieron grandes médicos como Hipócrates, en sus páginas esta figura está delineada con perfiles muy humanos: el médico es un ser lleno de conocimientos, frecuentemente anciano, quizás, debido a su edad, algo descuidado en sus diagnósticos, lo que da lugar a que el autor, como corresponde a su estilo, lo presente cómicamente caricaturizado, muy del agrado de los niños. En la fábula El enfermo y el médico aparece un galeno del cual se burla en forma cáustica su mismo paciente. Veámosla en la versión original.

EL ENFERMO Y EL MÉDICO

Un enfermo a quien el médico le preguntó como estaba, dijo que había sudado más de lo normal. El medico le contestó: “Eso es bueno” Preguntado una segunda vez sobre cómo se encontraba, dijo que había sido sacudido por escalofríos. El medico volvió a decir que esto era bueno. A la tercera, al aparecer el médico inquiriendo por su estado, le informó que le había sobrevenido una diarrea. El médico respondió que eso iba bien y se marchó. Cuando uno de sus parientes vino a verlo y le preguntó cómo estaba, el enfermo dijo: “Yo me muero a fuerza de estar bien y convencido de estarlo”. Y en seguida se murió.

En otra fábula, protagonizada por animales, éstos, y especialmente la astuta zorra, desconfían del Médico Rana por su tez amarillenta y su aspecto poco saludable:

¿Y cómo podrás curar a otro cuando no puedes salvarte a ti misma de estar tan amarilla?

En otra aún, el Lobo Médico lamenta haber dejado el honorable oficio de carnicero (valga la correspondencia) por aquél arriesgado y poco reconocido de médico. Relatos de los cuales, tanto los grandes y pequeños lectores como los galenos, pueden sacar sus conclusiones.

En los cuentos árabes de Las mil y una noches, otro clásico de la literatura universal de una antigüedad similar a las fábulas de Esopo, también acaparado por los niños, la figura del médico aparece delineada como la de un sabio que, mediante un profundo discernimiento de sus pacientes, cura desde males físicos hasta dolencias morales, como la tristeza o mal de amores. Los médicos árabes son viejos y astutos, combinan la agudeza con la generosidad y la justicia, salvan la vida de reyes o grandes personajes y son recompensados con copiosas riquezas y honores; pero si fallan, o levantan dudas, se les condena a muerte sin remedio.

El monarca de la Historia del Rey griego y del médico Dubán, que padece de lepra, es profundamente infeliz. Un día llega al reino desde lejos un viejo galeno, especie de compendio de todas las ciencias. El Rey confía en él, se pone en sus manos, y cuando logra curarlo le otorga un cargo de gran autoridad. Pero el Primer Ministro comienza a destilar gotas de envidia al oído del Monarca: se acerca un complot del médico extranjero para matar al Rey y apoderarse del país: es necesario deshacerse de él. El mejor argumento que esgrime el malvado consejero es que es imposible encontrar tanta sabiduría y tanta bondad en un ser humano. Al ser condenado a pesar de alegar su inocencia, Dubán pide que se cumpla su última voluntad:

…después que mi cabeza sea cortada, oh Rey, lee las páginas de un libro que te daré y al llegar a una de ellas verás que mi cabeza cortada hablará y te responderá lo que desees saber…

Pero el grueso libro estaba en blanco, y el Rey, que pasaba y repasaba aquellas páginas humedeciendo con saliva la yema de sus dedos una y otra vez para facilitar su labor, al llegar a la última hoja comenzó a sentir horribles dolores y cayó al suelo, agonizante.

Entonces la cabeza del médico habló:

Puse un veneno mortífero y violento en cada una de las páginas. Lo ingeriste en la yema de tus dedos, al pasarlas por tu lengua. Ahora morirás, por no haber creído en quien sólo te hizo el bien, y por haber cometido la injusticia de matarme.

Este relato, que encierra un cabal homenaje hacia los médicos, evidencia además el respeto y el temor que se sentía antiguamente por un profesional capaz de devolver la vida o dar la muerte.

En Las mil y una noches otros médicos son mencionados claramente como hebreos, pues ya desde entonces datan la habilidad y prestigio de estos peculiares galenos. Tal es en el Cuento del médico hebreo, el profesional que atiende cabalmente al joven amigo del Gobernador de la ciudad de Damasco, al cual le habían cortado la mano derecha por haber sido falsamente acusado del robo de un collar de perlas. Y “médico hebreo” es también el protagonista de la hilarante Historia del pequeño jorobado, galeno algo distraído pero sumamente ponderoso, que se auto acusa de haber matado al enfermo que encuentra ante su puerta, pues lo hace rodar de un inesperado puntapié escaleras abajo. Pero el hombre que le habían traído para descargarse de él ya estaba muerto, ¡y él no lo sabía!

Encontramos otra interpretación de nuestro profesional, la del “médico héroe”, en el folklore juvenil español. En una atmósfera misteriosa, el galeno se yergue como un ser único, capaz de desafiar la muerte al luchar por las vidas humanas.

La muerte vaga por el mundo buscando a quien proteger, hecho insólito que confiere cierta singularidad al cuento. Encuentra a un niño campesino para quien el padre desea una madrina especial y poderosa, que pueda ayudarlo a ser alguien importante en la vida. Convertido en un talentoso médico, el ahijado de la muerte recibe de su madrina el don de curar con cierta hierba mágica, que nunca se marchita. Esta le advierte sin embargo que si al momento de examinar al enfermo ella se encuentra a su lado derecho, puede proceder a arrancar las hojas para la poción salvadora, pero si se halla del lado izquierdo deberá abstenerse de la curación.

Un día, conmovido por la inocencia de un niño, el médico, ya famoso y con gran prestigio y fortuna, desobedece: la muerte está del lado izquierdo, inflexible, pero él sana al pequeño. Luego cura a otro mortal, un anciano que logra enternecerlo, y pesar de que la Madrina lo advierte que no volverá a perdonar su falta, él la desafía una tercera vez salvando a una hermosa joven a quien admira. Es su último paso hacia la destrucción: la Madrina le muestra con sus dedos descarnados dos velas encendidas, la de él y la de su amada, luego las apaga de un solo soplo, y el humanitario médico muere junto con su última paciente.

También en la literatura asiática se habla desde tiempos remotos de personas dedicadas a las ciencias médicas, (baste con recordar la acupuntura, milenaria forma de terapia), las cuales eran tratadas con gran respeto, obedecidas y veneradas.

La antiquísima ópera musical china El Rey Mono en busca de las escrituras búdicas, fue transformada posteriormente en novela y luego en libro para niños, en historietas, en películas infantiles, videos y posters, que tanto éxito tuvieron. El Rey Mono, Sun Wuxong, encantador personaje mezcla de dios, mono y niño, con poderes extraordinarios, capaz de curar males espirituales, en una de sus aventuras encuentra un letrero pegado a un muro, que solicita un médico para el Rey. Sun Wuxong se ofrece como tal afirmando con orgullo:

Puedo tomarle el pulso por medio de un hilo de seda, sin verlo directamente.

¡Y lo hace!

Suministrándole las “píldoras de oro negro”, misteriosas pastillas que deben tomarse con agua de lluvia, logra que el Rey recupere su salud: la enfermedad real no era sino una especie de melancolía, porque el monarca estaba sin fuerzas ni ánimo de vivir desde que un demonio había secuestrado a la Reina, su consorte. El Rey Mono culmina su labor rescatando a la infortunada soberana.

Los cuentos clásicos para niños por excelencia, los de Perrault, de los Hermanos Grimm y de Andersen, no son hollados por figuras de profesionales de la medicina, quizás porque se originaron en un tiempo en el cual la medicina como ciencia estaba oscurecida por la hechicería, la magia, la astrología, y en lugar de médicos actuaban hadas benéficas, brujas malvadas, ogros comedores de humanos, gigantes buenos y similares. Volveremos a ellos cuando hablaremos de remedios y medicinas. Pero es imprescindible una referencia a Caperucita Roja, pues es el único relato de esa época en el cual tiene lugar una cirugía. Recordemos que en la mayoría de las versiones de este trajinado cuento, después de que el lobo feroz engulle a Caperucita y a su abuela, todo termina bien, pues le abren el abdomen y de allí sacan a las dos inocentes víctimas, aún vivas. Lo admirable de esa cirugía, completamente exitosa a pesar de que el paciente (el lobo) no se salva sino que muere, ¡es que no fue realizada por médicos sino por cazadores!

Algo similar sucede en Pinocho, quien se encuentra con su padre Gepeto en el interior del estómago de un dragón o ballena, pero ambos logran salir de allí sin intervenciones quirúrgicas, por su atrevimiento y sus propios recursos.

No faltan referencias a los galenos en la Comedia de Arte (recordemos El enfermo imaginario de Molière) sobre la cual no nos detenemos porque no es discurso infantil, pero nos referiremos a algunas piezas del teatrino italiano muy del gusto de los niños, protagonizadas por máscaras, títeres o marionetas. Es representativa en ellas la figura del Doctor Balanzone, así llamado porque camina a paso de baile, que lleva la toga negra de los profesores de la antiquísima universidad de Bolonia, ciudad en la cual nació artísticamente en la segunda mitad siglo XVI y en la cual cursó estudios universitarios. Balanzone, que tiene mucho a su título de doctor, gesticula con ademanes autoritarios y elocuentes, habla y habla ininterrumpidamente en el dialecto boloñés enriquecido por citaciones en lengua italiana antigua y en latino macarrónico, tiene como amigos a pintorescos títeres cuales el avispado Polichinela y el simplón Pantalone, y honra (según él), al gremio médico con sus profundas nociones de todas las ciencias humanas: derecho, medicina, astrología, matemática. Corpulento, inocente y bonachón, el Doctor Balanzone es una de las máscaras más amables del teatro infantil popular, y protagoniza constantemente una serie de proezas. He aquí una. Está enfermo el amigo Pantalone, y Balanzone llega entrada la noche a su cama, apoya el estetoscopio sobre su pecho y le ordena contar. Pantalone comienza: 1, 2, 3, 4. De repente, los albores del alba despiertan al doctor Balanzone, mientras Pantalone con voz flébil sigue contando: 9.998… 9.999… ¡1.000.000! Muchos niños del siglo pasado se deleitaron y adormecieron cuenta que cuenta con el ocurrente galeno y su paciente, ¿acaso lo harían también los supercomputarizados de este siglo?

Hay dos extraordinarios personajes literarios relacionados con la medicina hacia quienes, aunque pertenezcan a la literatura y posteriormente al cine para adultos, los jóvenes siempre se han sentido muy atraídos por sus fantásticas vicisitudes, las cuales reafirman el concepto del médico como hacedor del bien y del mal, como un ser que puede enloquecer en su afán de superación, que desafía las leyes de la vida y de la muerte, y que se expone a ser castigado por su atrevimiento.

Uno es el Dr. Frankenstein, de la novela de Mary Shelley publicada en 1818, médico genial que en sus terribles experimentos logra crear un ser humano uniendo partes de cuerpos de cadáveres, hasta que el monstruo se vuelve contra él, destruyéndolo. El otro es el Dr. Jekyll, del libro de Robert Louis Stevenson publicado en 1886,quien inventa una poción que lo transforma en el espantoso Mister Hyde, un ser mitad bestia mitad hombre con instintos de destrucción y tenebroso aspecto. Ambos despiertan la reflexión sobre el tema de que el médico debe estar al servicio de la humanidad sin pretender investigar para otros fines, ni descubrir los enigmas del universo.

En las obras de Charles Dickens (1812−1870), basadas en el mundo juvenil, que esbozan retratos de niños infortunados que logran sobreponerse a todas las adversidades, encontramos una figura de galeno más acorde a tiempos más recientes, dibujada con veracidad en el halo del respeto y la consideración que le tributaban a los médicos en la Inglaterra y Europa de finales del Siglo XIX. Cuando Oliver Twist, en la novela homónima, es socorrido y llevado a la casa de su protector:

Vio a un señor de pie junto a su cama, que tenía un reloj de oro en una mano, mientras con la otra le tomaba el pulso.

El médico, sobriamente, recomienda:

Procuren que no sude ni se sofoque, cuidando al mismo tiempo que no se enfríe.

Luego, entre el reverente silencio de todos:

Salió con el aire y el paso de una persona muy atareada y bajó la escalera haciendo crujir sus botas en cada escalón, al compás majestuoso de su importante paso.

De tinte romántico es el galeno de las célebres Mujercitas de Louise May Alcott (1868), leídas y lloradas por varias generaciones, al que se presenta como un ser impotente para frenar los designios de Dios, para detener el mal. Muestra además lamentablemente un considerable atraso de la ciencia médica para aquella época, no tan lejana, al tratar la peligrosa enfermedad de Beth, la escarlatina, tan sólo con tónico de belladonna y pañitos humedecidos en la frente.

Las obras de Mark Twain (1835−1910), Tom Sawyer y Las aventuras de Huckleberry Finn, están ambientadas en las riberas del río Mississipi al sur de los Estados Unidos cuando aún perduraba la esclavitud. Con sutil humorismo, y en defensa de la literatura infantil pura, el autor antepone un aviso a la segunda de las mencionadas:

Las personas que inenten encontrar un motivo a este relato, serán procesadas; las personas que traten de encontrarle una moraleja, serán desterradas; las personas que traten de encontrarle un argumento, serán fusiladas.

En ellas, el médico rural, anciano, simpático y de agradable aspecto, es retratado en su dimensión humana, con sus achaques, sus limitaciones económicas y sus costumbres pueblerinas. Sorpresivamente, es éste uno de los escasos episodios literarios en los cuales la imagen del médico es utilizada por los adultos para infundir temor a los niños. El jovencito Tom Sawyer le teme como a un ser aterrador, a un individuo siniestro que es capaz de exterminar niños con sus terribles inyecciones... Todo por influencia de la tía con la cual vive quien, como muchos otros padres, tienen la discutible costumbre de utilizar la siniestra amenaza del médico y de la inyección para hacerse obedecer… ¡y esto, aún hoy día sucede!

Más fantasioso y aceptado por los niños, quizás debido a su curioso nombre, es el Doctor Purgante de El periquillo sarniento, célebre novela picaresca mexicana de José Joaquín Fernández de Lizardi publicada en 1830, que narra las aventuras de un niño así llamado por ir a la escuela con un chupita verde y calzón amarillo, y por haber contraído una enfermedad de sarna. Internado en un hospital después de haber recibido una cruel paliza, el Periquillo estampa una simpática crítica de la política hospitalaria de ese país y de la manera peculiar de recetar:

A poco rato entró el médico a hacer la visita acompañado de sus aprendices. Habíamos en la sala como setenta enfermos, y con todo esto no duró la visita quince minutos. Pasaba toda la cuadrilla por cada cama, y apenas tocaba el médico el pulso del enfermo, como si fuera ascua ardiendo, lo soltaba al instante, y seguía a hacer la misma diligencia con los demás, ordenando los medicamentos según era el número de la cama.

Por ejemplo, decía: número 1, sangría; número 2, idem; número 3, régimen ordinario; número 4, lavativas emolientes; número 5, bebida diaforética; número 6, cataplasma anodina; número 7, 8 y 9, lo mismo; y así seguido, y por eso duraba la visita tan poco.

Un típico médico atareado, con sus anteojos, su gastado maletín y su inseparable estetoscopio, trae el italiano Edmundo De Amicis (1846−1908) en Cuore (Corazón), el clásico infantil por excelencia de comienzos del siglo pasado. Introduce además la figura del enfermero, ejemplar por su modestia y abnegación, en el cuento mensual El enfermero de Tata: un niño, aún consciente del engaño, asiste hasta la muerte a un anciano desahuciado a quien habían confundido con su padre, y se despide de él con el afectuoso diminutivo que usaba cuando pequeño para su papá: ¡Adiós, pobre Tata!

Bien enmarcado en nuestro tiempo es Darbón, el médico de los pobres, que nos dibuja Juan Ramón Jiménez en Platero y yo, obra que construye en torno a la figura de un noble asno joven, un burrito juguetón todo de un gris plata, que hace la delicia de los niños llevándolos al campo con su fiel compañero, un poeta joven y errante que es el autor. Cuando Platero enferma su dueño llama a Darbón, un anciano gordo y bonachón que respira humanidad por los cuatro costados y en otras ocasiones ha salvado la vida de otros burros, perros y gente. Pero esta vez no hay nada que hacer, Darbón menea con tristeza su blanca cabeza, se ensombrece su semblante rubicundo y tiemblan los pocos dientes que le quedan en su gastada encía. Es la imagen de un típico médico de pueblo, un hombre humilde que cura más por experiencia y por bondad que por sabiduría o afanes científicos. Su personalidad es muy parecida a la de nuestros tradicionales médicos y boticarios rurales, que saben un poco de todo y que envejecen con su misma escasa clientela a la cual pocas veces cobran, son conscientes y honestos con su trabajo y ejercen su profesión con verdadero misticismo. Intuitivamente, los niños aceptan y quieren a Darbón, cuya dulzura y otras cualidades asocian con las del burrito consentido y del poeta preferido, encerrándolos a todos en un halo humanitario.

Al intentar trazar unas conclusiones para nuestra breve investigación y consecuente modesto ensayo, nos damos cuenta de que la figura del médico es tratada generalmente en la literatura juvenil con simpatía y benignidad, pero dentro de una diversidad tan marcada que sorprende que un mismo personaje pueda caber en clasificaciones tan diversas: el médico sabio, el médico distraído, el descuidado, el modesto, el ambicioso, el extravagante, el héroe. Sin embargo en la base de todas ellas hay una realidad, la captación del médico como lo que es, un simple ser humano, con una cualidad que lo distingue de otros: un gran deseo de servir a sus semejantes, acompañado por mucho amor a la humanidad. En todas las figuraciones literarias que hemos analizado, encontramos un denominador común que responde al homenaje que desde tiempos antiguos les rindiera involuntariamente a los galenos el despiadado Primer Ministro de Las Mil y una Noches: el médico es un ser humano que reúne en una forma casi increíble sabiduría y bondad.

Las medicinas, tan temidas por los pequeños y hasta por los grandes, mal vistas y receladas por todos, y que son frecuentemente la causa de la prevención de los niños hacia los médicos, no existen en los cuentos clásicos, quizás porque aún no habían sido inventadas las cápsulas, las pastillas, las inyecciones, los envoltorios de plástico. En esos relatos los remedios tienen un aspecto y un comportamiento especiales, extraordinarios, se transforman en elementos mágicos, en factores de salvación, asumen una presencia sibilina insospechable: la varita mágica, la camisa inexistente, las palabras cómplices, el llanto, las lágrimas ardientes, el canto, la sonrisa, el beso. O bien se presentan en una forma confusa, imprecisa, dando lugar a fantasiosas interpretaciones: filtros, ungüentos, pociones misteriosas, pócimas, brebajes, hojas y plantas, o sucesos inesperados.

La Bella Durmiente, la princesa afectada, después de haberse pinchado la mano con una rueca, por el terrible mal del sueño al cual fuera condenada por un hada malvada y envidiosa, es despertada, en la versión clásica, por el beso de un príncipe prendado de ella: el amor es la gran medicina. Por cierto este cuento, a través de los siglos y de los países, ha tenido distintas elaboraciones, adecuadas al momento. En la versión de un joven licenciado de nuestra UCV, la princesa no se pincha la mano con una rueca sino con una flecha, y es salvada por un cazador indígena que, inflamado por su belleza, se dedica a restregarle la nariz, según la costumbre de su etnia. En la interpretación de un alumno de nuestra escuela básica, la maldición de la bruja consistió en hacerle comer papitas fritas rociadas con un polvo maligno como si fuese sal, que la hicieron dormir por cien años, hasta que un chamo con zarcillo en la oreja y tatuaje en el brazo , para admirar mejor su hermosura, la despertó con el llamado de su reloj de pesca submarina, el repiqueteo del teléfono celular y el son del radio portátil. Pero todas estas, también, pueden ser formas del amor, siempre eterna medicina.

En La Bella y la Bestia es el llanto arrepentido de la bella lo que logra rescatar a la bestia de su extraña enfermedad, y provocar su maravillosa transformación en un gallardo príncipe, revirtiendo el maligno hechizo de la bruja.

Verdezuela, una linda joven cuyo nombre recuerda esta planta generalmente llamada colleja, que florece en primavera, está perdida en un misterioso lugar desierto con sus dos hijitos gemelos. Hasta allí llega el príncipe cegado por los espinos por maldad de la bruja, la encuentra, y ella, humedeciéndole los ojos con dos de sus propias lágrimas, logra disipar la niebla que le impedía ver al mundo, ejerciendo así una acción curativa.

El fiel Juan salva a La Princesa de la Cúpula de oro, novia de su amo, acechada por graves peligros, sorbiendo y escupiendo tres gotas de sangre de su pecho. Esta traumática intervención, junto con otras acciones protectoras, lo llevará a perecer, convertido en piedra.

La Sirenita de Andersen toma un amargo brebaje preparado por una bruja con tal de librarse de la cola de pez, y en lugar de ella, tener dos piernas, para andar como los humanos.

Blancanieves, sofocada por un brillante lazo nuevo, herida de muerte por un peine envenenado o ahogada por un trocito de manzana, todo por obra de la envidiosa Reina, su madrastra, es salvada por un corte de cuchillo en el lazo, por la extracción del peine envenenado de su cabeza, por el tropezón de los enanitos paramédicos que transportaban su ataúd en hombros, que hizo saltar de entre sus dientes el trocito de manzana envenenada: todas formas de curación poco científicas y absolutamente milagrosas.

Pocos son los escritores que se han atrevido a enfrentarse, bien sea para alabarlas, invocarlas o increparlas, con las medicinas realmente tales.

Sólo en Pinocho la curación no se produce por causas mágicas, ni por mérito de las hadas benéficas que practican casi siempre la magia positiva, sino por fin, gracias a unas oportunas y apropiadas medicinas. Pero aquí el conflicto es que… el paciente, Pinocho, se resiste a tomarlas. Se necesita toda la paciencia, la habilidad y la psicología del médico (en este caso el Hada de los cabellos turquinos) para hacérselas ingerir. Y es muy ilustrativa y elocuente (además de divertida) la resistencia que opone el paciente, sus razones, sus tretas, hasta su capitulación acelerada por un tremendo susto:

El hada se acercó a Pinocho y se dio cuenta de que estaba acometido de una fiebre bárbara. Entonces disolvió unos polvos blancos en medio vaso de agua, ofreciéndoselo:

− Bébela y en pocos días estarás curado.

Pinocho miró el vaso, torció un poco la boca y preguntó

−¿Es dulce o amarga?

− Es amarga pero te hará bien

− Pues si es amarga, no la quiero. A mí no me gusta lo amargo.

− Bébela y después te daré una cucharadita de azúcar para hacerte buen gusto.

− ¿Donde está la cucharadita de azúcar?

− Mírala aquí− dijo el Hada sacando una cucharita de oro.

− Primero quiero la cuharadita de azúcar: después beberé esa agua tan amarga.

El Hada le dio entonces la cucharadita de azúcar y Pinocho, después de tragarlo en un momento dijo relamiéndose:

− ¡Qué estupendo! ¡Si el azúcar fuera medicina… me purgaría todos los días!

− Ahora cumple la palabra, y bebe este poquito de agua que te devolverá la salud.

Pinocho tomó de mala gana el vaso en la mano, metió en él la punta de la nariz, lo acercó después a la boca, volvió a meter la punta de la nariz y finalmente dijo:

− ¡Esto es muy amargo, pero muy amargo!.... ¡Yo no lo puedo beber!

− ¿Cómo te atreves a decir eso si todavía no lo has probado?

− Pero me lo figuro .Quiero tomar antes otra cucharadita de azúcar ...

Entonces el Hada con la paciencia de buena madre, le puso en la boca otro poquito de azúcar y le presentó inmediatamente el vaso.

− ¡Así no la puedo beber!−exclamó el muñeco haciendo mil visajes.

− ¿Por qué?

− Por que me molesta mucho aquella almohada que tengo a los pies.

El Hada le quitó la almohada.

− ¡Es inútil! ¡Ni tampoco ahora puedo beberla!

− ¿Te da repugnancia alguna otra cosa?

− ¡Me da fastidio la puerta de la habitación que está medio abierta.

El Hada fue y cerró la puerta de la habitación.

− En una palabra − exclamó Pinocho, prorumpiendo en llanto −, esta agua tan amarga yo no la puedo beber, ¡no, no y no!

− Hijo mío, te arrepentirás de ello…

− ¡No me importa!

− Tu enfermedad es grave…

− ¡No me importa!

− La fiebre te llevará en pocas horas al otro mundo…

− ¡No me importa!

− ¿No tienes miedo de la muerte?

− Antes morir que tomar esa medicina tan mala.

En este momento la puerta de la habitación se abrió de par en par, y penetraron en ella cuatro Conejos, negros como la tinta, que llevaban un pequeño ataúd.

− ¿Qué me queréis? –dijo Pinocho incorporándose en el lecho, todo lleno de miedo.

− Venimos a llevarte − respondió el Conejo mayor.

− ¿A llevarme?... ¡Si todavía no he muerto…!

− Todavía, no; pero te quedan pocos minutos de vida, por haber rechazado la medicina que te hubiera curado la fiebre.

− ¡Oh, Hada mía, Hada mía! –prorrumpió entonces Pinocho– dame inmediatamente aquel vaso, date prisa, por favor, porque ¡no quiero morir!¡No! No ¡No quiero morir!...

Y tomando el vaso con las dos manos se lo bebió sin titubear.

− ¡Paciencia! –dijeron los conejos– Hemos hecho el viaje en vano.

Vemos como el Pinocho nos acerca a los tiempos modernos, es el triunfo de la psicología con toques de humorismo, como aliada de la medicina.

Son estas dos cualidades, la psicología y el humorismo, además de su excelente preparación profesional, lo que hacen tan gratos a los niños los pediatras venezolanos. No podemos terminar sin recordarlos a todos ellos, quizás no mencionándolos uno por uno, lo que sería demasiado largo, sino incluyéndolos en un agradecido abrazo colectivo de parte de padres, abuelos y pequeños pacientes.

Queremos también recordar a nuestro querido mentor y maestro Dr. Francisco Plaza Izquierdo, a quien este IX Congreso Nacional de Historia de la Medicina está dedicado, prócer en tantos campos e investigaciones de la medicina y también en éste, con su emblemática obra Medicina y Poesía. Recopilación de poesía venezolana con motivos médicos (Caracas, edición del autor, 1982)

Por fin, nos sea permitido ofrecerles unos versos en reconocimiento al tan vilipendiado Remedio, y un pequeño poema que creamos una vez en unión de nuestros hijos, para una inolvidable figura de la pediatría venezolana: el doctor Guillermo Tovar. Aprovechamos la ocasión para dedicarlo también a sus sucesores Dres. Nora Bustamante, Graciela Torres, Francisco Miranda, Leopoldo Briceño y especialmente al doctor José Francisco, nuestro apreciadísimo médico familiar y colega en esta Sociedad de Historia de la Medicina, al cual seguramente algún día nuestros nietos dedicarán un CD con música electrónica y figuraciones espaciales. Pero mientras tanto…

EL REMEDIO

Remedio en frasco rojo,
remedio en frasco azul,
en gotas, en pastillas,
¡qué pícaro eres tú!
Jarabe transparente,
cápsulas color rosa,
¡con tu apariencia engañas
a todo el que te toma!
Presencia llamativa,
aroma perfumado,
y apenas en la boca,
vale, ¡sí que eres malo!
Quisiera yo, remedio,
decirte, y lo deseo,
que te fueras bien lejos
a darte un gran paseo.
Mas cuando yo me siento
con fiebre, con resfriado
con gripe, con jaqueca
con el pecho apretado,
con tos, con estornudos,
¡achís, achís, achís!
Entonces, mi remedio
¡cómo te llamo a tí!

A NUESTRO DOCTOR…

¡Pobrecito,
el niño enfermo!
La cabeza
tiene ardiente
la garganta muy reseca
el estómago doliente.

¡Pobrecito, el niño enfermo!
Tose, tose con desmán,
sufre, sufre con cansancio,
llora, llora con afán.

¡Pobrecito, el niño enfermo!
Sus ojitos están rojos,
su carita triste y pálida,
todo el cuerpo sudoroso.
En su cama recostado
nada quiere, sólo pide
a mamá que esté a su lado.

¡Pero he aquí
que toca el timbre!
La sonrisa ya aparece
en el rostro de la madre
y en los labios del nené.

Con la fuerza de su estudio,
con la ofrenda de su amor,
con su ciencia, con su arte,
ya llegó nuestro Doctor.

Ya no llora el niño enfermo.
Con su fórmula genial
con cariño, con paciencia,
el doctor lo va a curar.
Que se vaya la tristeza,
que se aleje todo mal,
que regrese la alegría
ya llegó el Doctor Tovar.

Leonardo, Gerardo, Donatella Gerulewicz Vannini

BIBLIOGRAFÍA ESENCIAL

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