La Casona de San Lázaro

Por Marcel GRANIER-DOYEUX

La lepra, plaga tan antigua como los primeros anales de la humanidad, evoca al solo conjuro de su nombre una horrífica visión en la memoria de todos los hombres.

Dos mil cuatrocientos años antes de la venida del Mesías, un poeta de la India milenaria profirió una terrible maldición, lanzando contra los pobres lázaros el siguiente anatema;

“Que se esconda y viva apartado sobre una litera de estiércol con los perros sarnosos y los animales inmundos, aquel cuyo cuerpo se cubre de pústulas semejantes a las burbujas de aire infectado que se elevan de los pantanos y estallan en la superficie: ¡Porque él ultraja la luz. Que se le eche de las aldeas a pedradas y que se le cubra de basuras, a él, basura viviente ¡Que los ríos divinos vomiten su cadáver……..”!.

La historia de la humanidad nos da un testimonio elocuente de los prejuicios seculares que habrían de llenar de espanto a los hombres de todas las épocas en lo tocante a estos desdichados parias y hasta sus infelices descendientes.

Sin damos crédito a los historiadores, la situación de los pobres enfermos heridos del mal de Lázaro era, en épocas remotas, las más trágica que pueda concebir el espíritu y ella habrá de repetirse en nuestro medio durante los periodos de la Conquista y de la Colonia. Al decir de don Arístides Rojas, “Lastimosa, muy lastimosa, fue la suerte que cupo a los lázaros de Caracas en pasadas épocas. Sin pan, sin asilo, sin autoridades que los protegieran en el triste desamparo en que estaban, vivían a la ventura, sin más caridad que la que les proporcionaba la mano invisible de la Providencia. Fugitivos, porque de todas partes los lanzaban como plaga maldita, dormían, cuando los sorprendía la noche, acá y allá, al pie de edificios arruinados, de alguna cabaña cerrada, bajo la sombra de árbol protector o a la puerta de algún templo. Retirados, de todo poblado, vagaban, huyendo no de la suerte, sino de sus semejantes, que si con la una mano les daban triste mendrugo de pan que en algo podía mitigarles el hombre, con la otra, en ademán repelente e imperativo, los obligaban a solicitar sitios salvajes donde pudieran albergarse”

El 22 de junio de 1751, a la cabeza de doscientos soldados traídos de España, se presentó en Caracas el Brigadier Don Felipe Ricardos. Este distinguido militar venia a tomar posesión del cargo de Gobernador y Capitán General de la Provincia de Venezuela. Por cierto que una de las primeras medidas tomadas por el nuevo gobernador fue la de restablecer todos los abusos de la Compañía Guipuzcoana. Instrumento de dicha Compañía. Ricardos venció lo que podría considerarse como una de las primeras manifestaciones de la idea revolucionaria. La implantación de un régimen de terror, las destituciones, los encarcelamientos, los destierros, los embargos de bienes, la persecución de los sospechosos y hasta la pena de muerte, por ahorcamiento y sin juicio previo, fueron las armas que le condujeron a la codiciada victoria.

Ahora bien, si se aparta este aspecto cruel del mandatario es necesario reconocer que Ricardos presentó otra faz, la del gobernante preocupado por el desarrollo social y material de la ciudad. Inició su labor, terminada ya la guerra, por la reparación de las calles capitalinas, aplanándolas y empedrándolas; ordenó que se terminase de construir la galerías que rodeaban a la Plaza Mayor e hizo fabricar en ellas los portales que debían dar acceso a los locales ocupados por las llamadas canastillas, cuyo alquiler mensual fue fijado en siete pesos y medio pero los inquilinos pidieron se les rebajara a cinco. Un arco permitía el acceso a la Plaza por el lado Oeste; en el se colocaron dos lápidas conmemorativas; ambas eran de mármol y sus inscripciones rezaban así:

“Al Exmo. Sr. D.Phelipe Ricardos Tene. G. de los Ex. De S. M.
Govr. Y Cap. G. de esta Prov. De Vzla.

Rompa la fama con clarín parlero
I gratos climas y sonoras voces,
Clame á Ricardos héroe verdadero
Articulando víctores veloces:
Ríndale esta ciudad con propio esmero
Debidas gracias por sus nuevos goces
Oy que en la nueva calle tanto aumenta
Sus propios en los auges de la renta”
Reinando en Epeña é indías el Católico rey Don Fernando VI.
Exmo. Señor don Phelipe Ricardos, Theniente General de los Reales Exercitos.
Se construió y adornó esta Plaza y Tiendas por su órden,
Y á la Direccion del Teneiente coronel D. Juan Galangos,
Ingeniero de Los Exercitos Reales de S.M.P.A. de 1755.

Más la obra realmente humanitaria del Brigadier Ricardos fue la erección de un hospital destinado a dar asilo a los leprosos. En el ángulo sudeste de la actual esquina de San Lázaro, fue construido el hospital del mismo nombre, en el año 1753. Este sitio, ubicado en la zona que se designaba con el nombre de la Hoyada, se consideró adecuado para la erección del lazareto, ya que se encontraba a una distancia suficiente de los límites de la ciudad. El sostenimiento de esta nueva institución benéfica requería una renta fija que permitiese sufragar los gastos ocasionados, pero el Gobernador no era hombre que se dejase arengar por las dificultades y buscó la mejor manera de crear al asilo de San Lázaro una renta continua y segura. En aquella época el juego de gallos y la genta de una bebida popular, llamada guarapo producían buenas sumas de dinero, razones éstas por las cuales el señor Ricardos no vaciló en ordenar que los beneficios por ellos producidos fuesen destinados a subvenir a las necesidades el Hospital de San Lázaro.

Muy buenos debían ser los métodos empleados por los arquitectos coloniales ya que, a pesar de los siglos transcurridos y de los varios terremotos, el primitivo edificio construido en el ángulo sudeste de la esquina de San Lázaro ha sufrido modificaciones relativamente escasas. En la primera ventana del salón que mira al Oeste, ocupado más tarde por el taller de carpintería de la Escuela de Artes y Oficios, estuvo la puerta del oratorio, o templo de San Lázaro. El Arco del presbiterio podía verse aún en el fondo de esta sala, hasta la total demolición de la vieja casona. Al sur del edificio, en el sitio que ocupó la Plaza de San Martín, y extendiéndose hacia el Este, en el sitio por donde pasa la Avenida Bolívar tuvo asiento el cementerio de san Lázaro, de acuerdo con la costumbre colonia de asignar un camposanto a cada templo y a cada convento. Al Oeste del edificio, frente al portal del oratorio, y en el lugar ocupado actualmente por la plazuela de San Lázaro, se hallaba una pequeña alameda que terminaba en el sitio correspondiente a nuestra moderna esquina de La Hoyada. La alameda o plazuela de los lázaros existió hasta una fecha relativamente reciente, cuando la enorme expansión de la ciudad hizo que brotaran nuevas construcciones para alojar a la siempre creciente población capitalina.

Plano de ubicación del Instituto de Medicina Experimental (Modificado)
Plano de ubicación del Instituto de Medicina Experimental (Modificado)

La protección eclesiástica no podía faltar al nuevo templo, y por extensión al lazareto, tanto más cuento que el 20 de junio de 1757 llegó a Caracas el Ilustrísimo señor Don diego Diez Madroñero, electo Obispo de Venezuela. Muerto el Obispo Machado y Luna, Don Carlos de Herrera había desempeñado la Vicaría, hasta febrero de 1753: Don Francisco Julián Antolino ocupó la silla en propiedad hasta que el obispado pasase a monas de Don Manuel de Sosa Betancourt quien tomó posesión de él en virtud de sus poderes, como Arcediano de la Catedral, pasando luego a Don Diego Diez Madroñero, cuyo único afán fue el de transformar a la ciudad avileña en un enorme Convento.

Desde el primer momento de su llegada, su Ilustrísima Señoría protegió a la erección del templo de San Lázaro. No puede mencionarse el nombre de este prelado sin recordar, tan solo sea de paso, que él fue el fundador de la estadística en nuestro medio; se ocupó igualmente de la creación del alumbrado público; dio nombres a las calles y a las esquinas y puede decirse que fue el autor de muchas tradicionales costumbres religiosas y sociales. Por cierto que los amigos de la jarana fueron sus principales detractores ya que el buen obispo, en su deseo de santificar a la grey que le había sido confiada, acabó con los bailes livianos que hasta entonces hacían furor; suprimió el “zambito” y la “zapa”; abolió las carnestolendas y las reemplazó por las procesiones nocturnas en cada parroquia; pretendía erigir nichos a los santos en cada una de las esquinas y, al decir de don Arístides Rojas,”……solo faltó que los moradores de la capital vistieran todos el hábito talar….” Doce años duró en sus funciones su Iltma. Don Diego Antonio Diez Madroñero, doce años que bastaron para dejar implantada entre los caraqueños la obligación de rezar diariamente el rosario.

A don Felipe Ricardos, sucedió en 1757 el Mariscal de Campo Don Felipe Ramírez de Estenoz quien sostuvo las medidas adoptadas por su predecesor en lo que al hospital de lázaro se refería. En 1763, un Caballero de la Orden de Santiago, Don José Solano y Bote, Capitán de Navío y Teniente de la Real Compañía de Guardias Marinas, fue designado por Su Majestad Católica para desempeñar el cargo de Gobernador y Capitán General de la Provencia de Venezuela, según consta en el Real Título expedido por Don Carlos III, fechado en Madrid el 12 de junio de dicho año. Encargose Solano de su gobierno el 12 de noviembre y algún tiempo después tuvo que atender una petición dirigida al Monarca por los caraqueños con el objeto de solicitar el traslado del Hospital de los Lázaros a un sitio más lejano del corazón de la urbe. En 1766, durante la gobernación de Solano y Bote, se dió comienzo a la erección del nuevo lazareto, en la zona ubicada al Noreste de la ciudad y que corresponde a una parte del moderno barrio de Sarría, al pie de las serranías del Ávila.

Al quedar concluido el nuevo Hospital de Lázaros, el viejo edificio que hasta esa fecha sirviera de alberque a los pobre enfermos, fue destinado a servir de asilo a los niños huérfanos y expósitos, con el titulo de Real Asilo y además, por orden expresa de Su Majestad, este debería servir igualmente para la crianza y enseñanza de oficiales No fueron de muy larga duración tales disposiciones; en efecto, al cabo de poco tiempo los inconformes y versátiles caraqueños dirigieron peticiones al Monarca en vista de que la nueva ubicación del Hospital de leprosos constituía un peligro para la población de Caracas. Cabe recordar que, en aquella época, la etiología y la patogenia de la hanseniosis no eran conocidas y existía la creencia, compartida por los propios médicos, de que las enfermedades pestilenciales eran propagadas por miasmas. En consideración de que el viento que soplaba desde Petare (al este de la Ciudad) traía hacia la capital las “emanaciones de los lázaros”, poniendo en peligro la salud de los moradores de Caracas que quedaban así expuestos a un aire viciado y enfermizo, el Rey acordó dar satisfacción a sus súbditos y ordenó…..que los lázaros volviesen a su antigua residencia de San Lázaro.

Fachada modernizada de la vieja casona de San Lázaro, hacia 1940
Fachada modernizada de la vieja casona de San Lázaro, hacia 1940

En el transcurso del XIX, la vieja casona de San Lázaro habrá de sufrir modificaciones: se le anexarán nuevas dependencias, se elevarán paredes divisorias, se transformarán algunos de sus salones y, finalmente, se elevará un nuevo edificio en los terrenos situados hacia el Este, edificio que será ampliado en tiempos más recientes, ya bien entrado el siglo. Alternativamente, la vieja mansión colonial hará las veces de Cuartel de Artillería y de “Maestranza”. Al apaciguarse un poco las contiendas civiles que por largos años habían de azotar periódicamente a Venezuela los antiguos claustros de San Lázaros servirán de local a la Escuela de Artes y Oficios. Más tarde, los vetustos salones, los amplios corredores y la frondosa arboleda del patio oriental alojarán una juventud llena de aspiraciones que, en jubilosa vocinglería discute los temas propuestos por sus maestros del “Liceo Andrés Bello”. Mas recientemente, la “Escuela Técnica Industrial”, semillero de futuros artesanos, ocupará el casco del antiguo lazareto, al mismo tiempo que las dependencias más modernas, que se elevan del lado Este, servirán de local provisional al Instituto de Medicina Experimental y a las Cátedras de la Facultad de Ciencias Médicas que constituyen las Agrupaciones de Ciencias Fisiológicas, de Medicina Tropical, Parasitología y Bacteriología, y de Histología e Embriología.

Fachada del Instituto de Medicina Experimental, hasta 1952
Fachada del Instituto de Medicina Experimental, hasta 1952

Antes de terminar esta breve reseña histórica sobre la vieja casona de San Lázaro, nos vemos tentados por el deseo de traer a colación algunas anécdotas de criollísimo sabor que nos han sido contados por el popular cronista Lucas Manzano. Refiere el mencionado cronista que habiéndose solicitado de Doña Lusa Bolívar una contribución para el Oratorio de San Lázaro, la encopetada dama ofreció su amplia protección a condición que cada Jueves Santos se le echase llave del Sagrario al apuesto caballero con quien había de contraer nupcias. La condición impuesta por Daña Luisa fue considerada como algo demasiado grave, en vista d los cual fue transmitida a su Señoría Ilustrísima, el Obispo de Venezuela. Al tener conocimiento de la cuestión que se le planteaba, el venerable prelado la juzgó de su competencia pero respondió negativamente aduciendo que el había empeñado su mitra por veinte mil pesos para socorrer a los damnificados durante la última epidemia pestilencial y venir en ayuda al Oratorio de San Lázaro, sin imponer por ello condición alguna y contando únicamente con la bondadosa intervención de la Divina Providencia.

Cuenta el mismo cronista que, a fines del siglo pasado, un personaje popular de la Caracas antañona, la señora Manuela, encargada de la vigilancia y del aseo de la “Maestranza” de San Lázaro, afirmaba que por las noches se oían trotar caballos y que al llegar estos a la antigua capilla relinchaban y piafaban mientras una procesión imaginaria desfilaba rezando el santo Rosario y salmodiando hasta perderse en el antiguo cementerio. El origen probable de esta leyenda es el hecho de que un noble caballero – uno de los Capitanes Generales, según algunas versiones- había fallecido víctima del espantoso mal y, por ello, había recibido cristiana sepultura en el camposanto de San Lázaro, en el sitio ocupado luego por la plaza de San Martín, frente al Nuevo Circo. La costumbre colonial de conducir los despojos mortales sobre una tarima acompañados por el desfile de los deudos y amigos del difunto, quienes iban salmodiando y rezando el Rosario, fue sin duda alguno lo que originó tal leyenda. Las empresas funerarias no existían en tiempos de la colonia; los gastos de las exequias eran sufragadas por las Congregaciones a las cuales había pertenecido el difunto.

Tal es la leyenda de la vieja Casona de San Lázaro, leyenda que otras personas han modificado, con el andar del tiempo, añadiendo que el noble caballero recorre por las noches los amplios corredores del vetusto edificio. Hoy, cuando el avance arrollador de los “urbanistas” derriba sin conmiseración alguna todo cuanto se atraviesa en su camino y amenaza de sumir en las profundidades del olvido los testigos silentes de la ciudad de antaño, es justo dedicar tan solo sea un modesto recuerdo a lo que podríamos llamar la pequeña historia de los moradores pretéritos.