Para la Revista de la “Sociedad Venezolana de Historia de la Medicina”
El Creador, esa incógnita formidable, que solo podemos descifrar a través de sus obras, sin alcanzar a penetrar en el esencia, porque su grandeza infinita confunde nuestra inteligencia, como deslumbra el sol nuestras pupilas, ha organizado la convivencia de los seres terrestres en una forma tal que la vida aparece, a los ojos de un observador consciente, como un encadenamiento o interdependencia universal, que abarca desde el hombre al infusorio, viviendo unas especies a expensas de las otras, bajo un plan uniforme, donde no se aceptan preferencias, ni se admiten excepciones.
Así, al echar una ojeada de conjunto al mundo que nos rodea, encontramos en el primer peldaño de la escala animal a los herbívoros que se alimentan de los vegetales, a cuyo régimen se adaptan perfectamente, por la conformación anatomo-fisiológica de su aparato digestivo.
En el segundo escalón nos hallamos con los carnívoros, mucho mejor armados que los herbívoros, que les sirven de presa y de sustento. Y entre los mismos carnívoros, los más fuertes, o mejor dotados, devoran a os más débiles, cuando se les dificulta la caza de los herbívoros.
En el plano más alto de la escala zoológica campea el hombre, cuya principal característica, a mi entender, es la de ser un animal progresista, atributo que lo distingue de las demás especies refractarias al progreso. Y aunque viene al mundo inerme e indefenso, ha encontrado en su cerebro un recurso poderoso, superior a la zarpa del león y al rato de Júpiter Tonante. Favorecido, además, por su condición de omnívoro, ha resuelto el problema de su vida, utilizando en su alimentación todas las especies vegetales y animales que le resultan gratas y convenientes para tal propósito, convirtiéndose, así, en el aprovechador de todas las riquezas nutritivas que puedan existir en la tierra, en el mar y en el aire. Sin olivar las que él es capaz de crear, con ayuda de su industria, según lo prueban bien las vitaminas.
Ahora bien, aun cuando el hombre, gracias a su inteligencia, ha logrado crearse un mundo aparte, siempre se ve obligado a pagar tributo a la Naturaleza, la cual no parece dispuesta a reconocer fueros ni privilegios en pro de ninguna especie animal, por fuerte o inteligente que sea. Ella nivela con el mismo rasero a la mínima hormiga y al corpulento elefante. A todas sus criaturas les da, según sus necesidades, armas para el ataque y la defensa, y cuida con igual solicitud, del águila que cruza los espacios sin miedo a las tempestades, que del humilde gusanillo que se arrastra por el suelo, temeroso de morir aplastado bajo la planta inclemente de sus innumerables enemigos.
La picada de un mísero mosquito es suficiente para enviarnos al reino del más allá, víctimas de una fiebre amarilla fulminante, o de un paludismo agudo. Y es que el mosquito necesita sangre para alimentar su pole y la Naturaleza, que le sirve de Providencia, le ha proporcionado e instrumento necesario para proveerse del precioso líquido, donde quiera que lo encuentre, aunque sea a expensas de la salud y de la vida del hombre. Regiones enteras del planeta han sido devastadas por obra de insignificantes mosquitos que han logrado convertir en vastos cementerios lugares que en otro tiempo fueran ciudades florecientes y felices. Aquí mismo, en Venezuela, sin necesidad de remontarnos a la historia, ni viajar al extranjero, hallamos en nuestros Llanos testimonios fehacientes de esta verdad desconsoladora.
No habrá quien ignore que las serpientes venenosas, cobardes y rastreras alimañas, son enemigos temibles para el hombre, quien es víctima frecuente de sus mortales ataques. Recuérdese que la mordedura de un áspid bastó para extinguir la vida de Cleopatra, que era reina de los Egipcios; pero no de los ofidios. Y si hoy, gracias a los avances prodigiosos de la ciencia, la humanidad cuenta para su defensa con los sueros anti-ofídicos, son en cambio incontables los seres humanos que, en el curso de los siglos pretéritos han sucumbido, por la culpa de la inferioridad defensiva de nuestro organismo, frente a la virulencia del veneno ofídico, virulencia que otros animales desafían impunemente, sin sufrir deterioros en su integridad orgánica, por disponer de anti-toxinas que les confiere la dichosa inmunidad protectora, que tan notables falta nos hace a los presuntos reyes del planeta.
En algunos de nuestros ríos, abundan ciertos peces, con los cuales la Naturaleza, se ha gastado un favoritismo que ya quisieran para sí muchos animales de mayor categoría orgánica. Me refiero al Caribe y al gimnoto. El primero es de una voracidad insaciable. Víctima que ataca, queda en breve reducida al esqueleto, pues aunque de cuerpo pequeño, siempre acomete en bandadas numerosas. La presencia de la sangre excita y acrecienta su furia carnicera, ante la cual sucumben rápidamente cuantos seres heridos se ponen a su alcance, y aún el hombre mismo, si no toma las debidas precauciones. En cuanto al segundo, o sea el gimnoto, está dotado para su defensa de una potencia eléctrica que hace de él un verdadero magneto. Puede con sus descargas derribar animales poderosos, y hasta el hombre tiene riesgo de perder la vida, si al ser atacado pierde e equilibrio, encontrando en las aguas la muerte por submersiòn.
Durante los doscientos mil años de existencia que le asignan al hombre, como mínimum, los últimos descubrimientos arqueológicos, es de suponer que unos cuantos millones – por no decir billones – de seres humanos habrán sucumbido para servir de pasto y alimento a los innumerables parásitos que, ya sobre nuestros tegumentos, ya en nuestras propias extrañas, viven dándose un hartazgo que nosotros pagamos con graves enfermedades y en muchas ocasiones, con la extinción de la vida.
Precisamente la medicina moderna debe al descubrimiento de los microbios – parásitos invisibles - el progreso asombroso realizado en los últimos ochenta años, progreso que sirve de pedestal inconmovible a la gloria radiante de Pasteur, quien por su genial concepción del tratamiento anti-rábico y por los estupendos derroteros que trazó a las Ciencias Médicas, incluso la Cirugía, es digno de codearse en la región de los inmortales con Cristóbal Colon, Copérnico, Galileo, y Newton, excelsos descubrimientos de mundos y de verdades incógnitas, que a no ser por ellos, quien sabe si aún permanecerían en estado de misterio impenetrable.
La Patología, que antiguamente se fundada sobre a teoría de los humores y los temperamentos, bases completamente deleznables, tiene hoy firme apoyo en la Bacteriología, la cual trajo como secuela inmediata el descubrimiento de la Seroterapia, que ha impreso nuevos rumbos curativos que las generaciones médicas del pasado no pudieron siquiera imaginarse.
Para hablar de una sola conquista de este género, a fin de no extenderme demasiado, recordaré el triunfo maravilloso del suero anti-diftérico, que transformo radicalmente el pronóstico y el tratamiento de la difteria, enfermedad terrible que diezmaba las filas de la infancia – sin excluir del todo a los adultos – casi en un ciento por ciento de los niños atacados. En la actualidad, mediante la aplicación, preventiva y curativa de la vacuna y del suero anti-diftérico, las víctimas de ese maldito flagelo han desaparecido del seno de los pueblos civilizados y los contados casos que se presentan, comportan, casi siempre, un pronóstico benigno y un feliz desenlace.
Pueden apreciar la magnitud del cambio operado en este capítulo de la moderna Terapéutica, Los que hayan presenciados los terribles ataques de asfixia y la agonía inenarrable de un niño enfermo de crup. Cuadro dantesco que destrozaba el corazón de los familiares y que, dada la inocencia de los pacientes que tales sufrimientos padecían, traían, involuntariamente, a la memoria, el tremendo apotegma de los Griegos: “Los Dioses son enemigos de los hombres” apotegma que sería más exacto, sí en vez de proclamar la enemistad de los Dioses – honor que en realidad no merecemos – se limitará a reconocer su absoluta indiferencia frente al humano destino, según, lo expresó Núñez de Arce en la siguiente décima, llena d amargo realismo:
Cuando a desatarse empieza
La tempestad en el alma,
Qué insoportable es tu calma
Das el ansiado consuelo
Nunca a la humana tristeza
¡Oh madre naturaleza!
Y en los momentos de suelo
Nuestra pena es más aguda,
Bajo la impasible y muda
Indiferencia del Cielo...
Con el eminente Profesor Roux, gloria auténtica de la Medicina francesa, y con los ilustres Médicos Behring y Kitasato, tiene el mundo contraída una deuda de gratitud inextinguible, por haber sido esos pioneros de la Seroterapia quienes pusieron al servicio de la Clínica los primeros sueros que permitieron a la Ciencia Médica triunfar espléndidamente sobre una enfermedad que había sido, durante largos siglos, el azote de los niños, el terror de los padres y el tormento de los Médicos.
Alemán era Behring y japonés Kitasato; pero es de suponer quela gloria de esos dos grandes científicos no ha de sufrir menoscabo, en el futuro, a causa de las atrocidades cometidas por sus connacionales en estos últimos tiempos. Las salpicaduras del pantano no pueden apagar el resplandor de los astros. Y astros de primeras magnitud son los hombres que consagran su vida y sus esfuerzos al progreso de la Ciencia y al bien de la Humanidad.
Santiago Rodríguez R.
Caracas, - Abril de 1.945